Los valores dejan de ser vigentes cuando las conductas a que se refieren dejan de ser útiles para la solución de problemas, a juicio de los miembros de la sociedad de que se trate.
La lealtad, que fue un valor apreciado en el ámbito empresarial durante la mayor parte del siglo XX, cuando las cosas se transformaban a un ritmo incomparablemente más lento y lo que convenía tanto a las organizaciones como a sus integrantes era la permanencia, hoy es de hecho un sinsentido.
Por una parte, cada vez es menos claro en relación con qué o con quién se ejercería lealtad, es decir, a quién o a qué habría que ser leal. Las empresas cambian a velocidad vertiginosa y mañana mismo puedo puedo llegar a mi trabajo a enterarme de que soy empleado de la competencia como efecto de una fusión (y que no sólo no se tomo mi parecer respecto a mi nuevas condiciones laborales sino que ni siquiera se me informó). Pero incluso sin llegar a tales extremos, en las estructuras tipo red predominantes en la actualidad con frecuencia las personas han dejado de tener una ubicación fija, ya no pertenecen a un solo equipo, o siempre al mismo, y a veces ni siquiera tienen un solo jefe.
El tipo de producción que define el trabajo hoy día, determinado por los imperativos de flexibilidad y rapidez de respuesta, ya no demanda experiencia -al menos en el sentido tradicional del término- ni permanencia; de hecho, suele considerarlas estorbos, lastres, "pasivos". Cuando el trabajo en sí no exige experiencia es lógico que las empresas no vean la necesidad de generar "cargas laborales", sobre todo las asociadas a la antigüedad. La mano (y/o la mente) de obra pasa entonces a ser un módulo más del proceso productivo, que se compra cuando hace falta, se usa y en su momento se desecha.
La administración de recursos humanos, antes ocupada en mantener la tranquilidad laboral y desarrollar a las personas para que crecieran en y con las empresas (para que pudieran "hacer carrera" ¡¡qué vieja suena esta expresión!!) hoy está enfocada en el ciclo captación-aprovechamiento-reemplazo del "talento" a fin de asegurar el suministro de energía y conocimiento necesarios para la marcha eficiente de la organización.
En este contexto, cualquier expresión de lealtad resulta incómoda, fuera de lugar, fastidiosa, entre otras cosas porque es un recordatorio de que las relaciones entre las personas están sostenidas casi únicamente con los delgados hilos del interés y la conveniencia.
Pero además, apelar a la lealtad sería una ingenuidad por parte de los empleados, y un acto de cinismo de las empresas, cuando llevamos 25 años de recortes de personal y es clarísimo que mañana cualquiera estar en la calle sin mayores garantías ni miramientos si eso es lo que se acomoda a las necesidades de la empresa.
¿Y dónde quedan la adhesión a una cultura, la identificación con la compañía y el orgullo de pertenencia? Básicamente, en el discurso corporativo, que sigue apegado a viejos clichés (aún a costa de volverse carente de sentido e inútil para sus receptores). Y bueno, lo cierto es que uno puede sentirse a gusto con un estilo de trabajo determinado, identificarse con los objetivos o los productos de la organización a la que presta sus servicios y hasta estar orgulloso de formar parte del equipo, o de la marca, pero de estas situaciones a la lealtad todavía hay un buen trecho.
La lealtad significaría anteponer consistentemente los intereses del grupo o la empresa a los personales, y eso es algo que se ve muy poco en estos tiempos. ¿Qué hacer en estas circunstancias? Yo sugiero:
- Evitar el involucramiento emocional con la empresa, con el equipo y con los compañeros de trabajo. Sé perfectamente que esto suena terrible -si no imposible- en la cultura mexicana, pero más vale mantener la cabeza fría y estar atentos a los intereses y necesidades de cada uno.
- Canalizar la disposición al compromiso hacia los resultados, hacia la familia (quien la tenga) y hacia el proyecto personal de vida. En la empresa, los resultados son la clave: una cosas significa no ser leal y otra no dar resultados.
- Cuidarse mucho de no ser visto como "desleal", porque la deslealtad se paga cara. Lealtad y deslealtad no son opuestos, aunque en el habla cotidiana así parezca. Puedo ser no-leal sin ser desleal (entre otras razones, porque tengo otros valores y soy una persona honesta y bien intencionada); la no lealtad implica una posición desapegada, asertiva en la que yo soy una prioridad para mí, en tanto que la deslealtad connota trampa, engaño, traición.
- Estar atento a lo que realmente esperan de uno la empresa, el equipo y las personas, para actuar bajo un enfoque de colaboración y profesionalismo que no deje duda del compromiso y la buena disposición hacia el trabajo.
- Nunca esperar lealtad de la empresa, el equipo o las personas (pero tampoco deslealtad). La verdad es que no hace falta; lo que se requiere son objetivos claros y trabajo colaborativo.
- Como a algunas personas la lealtad se les da inevitablemente, seguramente por haber sido educadas en el valor durante etapas tempranas de su vida, hay que tratar de adminstrarla, con base en el autoconocimiento, la economía de movimientos y la reciprocidad.
En sus tiempos dorados, la narrativa de la lealtad incluía metáforas como el tatuaje, la entrega "a morir" o el Resistol. Apego, mucho apego. En estos tiempos "líquidos" es más recomendable -y sin duda más rentable- verla como un Post-it: pega bien, es útil y luce encantador, pero mañana se despegará para adherirse igual de bien a otra superficie, y después a una tercera...
Por las dudas, aclaro que la lealtad para es para mi, efectivamente, UN VALOR CENTRAL. Lealtad a las personas, a las instituciones, a los principios. Mis amigos de años lo saben. Y la verdad es que lamento mucho su acelerada decadencia en el ambiente de las empresas, pero las cosas son como son y al final del día quien sólo da y no recibe acaba hartándose.
La foto es de Joan Planas, y fue tomada de Flickr.
Comentarios
Publicar un comentario