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Destructividad mexicana

Retomo los primeros párrafos de "Pequeño gran tesoro", la columna de hoy de Federico Reyes Heroles en el Reforma. Se refiere a una realidad escalofriante, y absolutamente cierta.

No es genético, pero por momentos casi lo pareciera. En otras latitudes resultaría simplemente incomprensible. Va contra toda lógica ya no digamos de enriquecimiento, de llana supervivencia. Los primeros perjudicados somos nosotros y sin embargo no podemos contenernos. Me refiero a la infinita capacidad de destrucción de los mexicanos. Un rayón contra un automóvil ostentoso se puede entender, aunque no justificar: se trata de un acto de resentimiento, la riqueza ofende en un país con millones de pobres. No sólo ocurre en México. Pero lo nuestro va mucho más allá. La capacidad de destrucción atraviesa todos los sectores sociales, no es regional, tampoco mejora con el nivel educativo. Está en el norte, en el sur, en las zonas habitacionales de ingresos bajos, medios y altos. La practican quienes están fuera del gobierno y también dentro. Es una enfermedad crónica.

Niños que tiran piedras a los pájaros, campesinos que disparan a garzas y águilas por simple diversión, mujeres que maltratan muebles viales, jóvenes que dañan los asientos del metro o del autobús donde tendrán que volverse a sentar. Bancos de las aulas que se convierten en proyectiles de juego, sanitarios destruidos a patadas aunque los requiera el propio agresor. El vandalismo urbano es muy conocido pero esa actitud es dramática hacia el medio ambiente. Árboles recién plantados que reciben un pisotón, infinidad de basura que todo mundo arroja incluso en los parques y bosques, en los lagos y mares. El que venga que arree, que limpie, que cargue con la reparación del daño, si ello es posible. La destrucción es un acto individual tolerado por todos. El daño deberá ser reparado a costillas de la colectividad. Como si la riqueza natural no tuviera límites, la usamos, la explotamos al máximo, con enorme miopía, sin importarnos las consecuencias posteriores. Pensemos en las bahías por ejemplo. La de Acapulco es fantástica, era orgullo de nuestro país. Hoy está contaminada, sucia, en un estado lamentable. Qué dieran muchos países por un espacio como Manzanillo. Pero en México nos damos el lujo de poner estaciones de servicio para los automóviles que descargan aceites y gasolinas en esas aguas. Vallarta no está mucho mejor. Se piensa que hay otras bahías por aprovechar, como si fueran infinitas. En lugar de conservar las que tenemos pensamos en algo nuevo, como si fueran desechables.

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