
Ahora, llevo una férula que me quitarán dentro de cuatro semanas, no puedo apoyar el pie y estoy conociendo la tortura que implica el aprender a desplazarse con muletas.
Todavía no hago efectivo mi derecho a usar los lugares de estacionamiento para minusválidos, la única ventaja que percibo de esta situación. En cambio, veo con inquietud mi regreso a la oficina, donde hay 37 escalones entre la acera y mi escritorio, y a las clases en la Ibero, donde es casi inevitable tener que caminar distancias relativamente grandes para cualquier cosa.
Un fin de año un poco salado. Afortunadamente, nada que no lleve remedio.
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