La dinámica de la economía en la actualidad, con la tendencia que parece imparable de acumulación de la riqueza, las nuevas formas de competencia, la apertura a las alianzas y en general las compras, adquisiciones y absorciones de áreas, divisiones y empresas, hacen de los procesos de integración un reto frecuente para comunicadores corporativos, administradores y profesionales de Recursos Humanos. Este reto en ocasiones adquiere magnitudes que parecen inmanejables, cuando el objetivo es integrar operaciones de grandes dimensiones y complejidad, sin menoscabo de la calidad y productividad y, desde luego, sin detrimento en los niveles de atención y servicio a los clientes. Estos desafíos en ocasiones alcanzan proporciones históricas, como en los caso de Daimler – Chrysler o de Coca-Cola FEMSA y PANAMCO.
Además de la unificación de las operaciones productivas, los sistemas de tecnología de información, las contabilidades y los esquemas de control, entre muchas otras cosas, los procesos de integración implican la armonización del trabajo de personas provenientes de distintas culturas, con diferentes visiones, creencias, expectativas y en ocasiones hasta formas de entender la vida y el trabajo, y de hacer las cosas. Cuando me refiero a culturas no sólo hablo de las culturas nacionales y regionales, sino de algo igualmente interesante y con frecuencia no menos poderoso a la hora de moldear el comportamiento de la gente: las culturas organizacionales.
En esos contextos de cambio, está siempre presente un factor adicional que si se pierde de vista puede llevar al fracaso la integración: el imperativo de agregar valor en todo lo que hace la gente, de mejorar, aprovechar la sinergia, construir... En fin, de maximizar el valor de la compañía como consecuencia de hacer muy bien las cosas día a día, minuto a minuto. Así, es posible responder a las expectativas de los inversionistas a la vez que se satisface a los clientes y se brindan mejores oportunidades al personal.
Por estos motivos, las etapas de integración representan oportunidades únicas, a veces históricas. Lo que se haga –o se deje de hacer—tendrá repercusiones en el futuro e involucrará a otras personas, a veces a mucha gente. Por ende, es también una gran responsabilidad.
La gran pregunta que se hacen las personas en los procesos de integración es: ¿qué nos espera como personas y como equipos? Por lo común, es muy difícil dar respuestas a la vez precisas y aplicables a todos; muchas veces hay que ver caso por caso y con números en las manos. Pero hay ciertas ideas que sin duda pueden aplicarse a la mayoría de los procesos de este tipo.
No sé ustedes, queridos lectores, pero yo nunca he sabido de un proceso de integración de empresas que haya sido fácil. En el mejor de los casos, integrarse implica aprender cosas nuevas, ceder, adaptarse, negociar, sentir miedo, dejar de lado viejos hábitos, trabajar con gente “nueva”, “comer camote”, etc., etc. Y todo esto significa un esfuerzo adicional al que normalmente demanda la realización del trabajo.
Por eso, lo mejor que se puede esperar de los participantes en la integración incluye flexibilidad, apertura y un compromiso claro con los objetivos estratégicos de la “nueva” organización. La buena noticia respecto a los procesos de integración es que tarde o temprano se acaban. Y cuanto antes, mejor; por eso hay que hacerlos pronto y hacerlos bien.
Lo que no suele acabarse es el trabajo duro. Las integraciones demandan cantidades enormes de tiempo y energía porque hay que alcanzar en el menor plazo posible, y mantener, los estándares de desempeño previstos como resultado de las sinergias.
Además, por lo general las adquisiciones y fusiones conllevan deudas por pagar y eso supone trabajar duro y bien. No parece haber otra forma de cumplir con este tipo de compromisos que la combinación trabajo y ahorro.
El mejor camino para los procesos de integración es el que está marcado por una cultura de resultados, de hacer que sucedan las cosas. Es por ello que la experiencia llega a ser para muchos sumamente estimulante y formativa. Quienes son receptivos, curiosos y deseosos de conocer cosas nuevas casi siempre tendrán garantizado el aprendizaje. Quienes no lo son tanto probablemente acabarán desarrollando esas características porque la situación suele ser muy demandante en este sentido: todos los días hay algo nuevo por aprender, literalmente.
Las integraciones bien instrumentadas usualmente representan oportunidades de desarrollo profesional para muchas personas. El techo de crecimiento para la gente talentosa y trabajadora suele ponerse alto.
Si las cosas se hacen como debe ser y terminan bien, el escenario ideal incluye gente orgullosa de formar parte de la nueva organización, identificada con sus valores y principios más elevados, comprometida con sus estrategias y objetivos, orientada a resultados y entusiasta jugador de equipo. Gente con “la camiseta bien puesta”.
Este escenario es muy difícil de lograr porque, lamentable y absurdamente, en los procesos de integración de organizaciones las personas suelen ser el último factor de preocupación de los gestores del cambio, cuando no son vistas como un obstáculo o de plano como un costo que hay que evitar.
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Continuará.
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