La brevedad de mi estancia en Santiago me permitió apenas arañar la superficie de la forma de vivir de los santiaguinos. He de volver. Pero las horas que dediqué a deambular por el centro, los viajes en el metro, el trabajo realizado con un grupo de chilenos, las comidas y cenas, los traslados en taxi y hasta el inevitable shopping, me dejaron algunas impresiones que quiero compartir con los osados lectores de este blog. A ver si alguien se anima a comentarlas.
La primera sensación grata que tuve en Santiago fue de limpieza. Todo está impecablemente limpio: el aeropuerto, el taxi, las calles, la ropa de la gente, los baños… Esta sensación se confirmó constantemente, en todas partes. Es muy agradable por el valor de la limpieza en sí, pero sobre todo por lo que representa en materia de educación, disciplina, respeto.
Una circunstancia que disfruté enormemente –por el dramático contraste con la ciudad de México—es la sensación de seguridad. Uno puede andar por la ciudad a distintas horas, incluso de noche, sin llevar a cuestas la paranoia que seguramente provocan casi todas las grandes ciudades del mundo. Y no es sólo que se minimice el temor a ser asaltado, o agredido (que sin duda puede llegar a pasar, según me advirtieron mis amigos allá), sino que hasta la actitud de defensa contra el agandalle (abuso), la mexicanísima desconfianza, se queda en sus niveles más bajos. Un dato importante es que en Chile la policía, los Carabineros, es confiable y puede recurrirse a ella en cualquier momento.
Una tercera característica que llamó mi atención es la cortesía en el trato de los chilenos, no sólo para con los visitantes sino también entre ellos. Me parecieron gente mesurada, elegante, respetuosa, bien educada. Incluso en los monumentales embotellamientos (atascos) de Santiago, la gente procura permanecer ecuánime y comportarse civilizadamente. Me quedo con la idea de que así es el servicio en Chile: correcto, oportuno, amable, pero sin zalamerías ni rollo innecesarios.
Por último, ¡qué agradable es la convivencia ordenada! Los santiaguinos respetan puntualmente las leyes y reglamentos que rigen la convivencia y al hacerlo multiplican la calidad de la vida de todos (¿llegaremos a entenderlo –ya no pido aplicarlo- alguna vez en México?). Además, son dueños de sus calles. No hay franeleros, ambulantes, valets, no hay coches estacionados en las aceras impidiendo el paso de los peatones, ni plantones, ni bolsas de basura tiradas en las avenidas, no hay vendedores en el metro.
Las comparaciones son odiosas (para el que queda en desventaja en la comparación, claro), pero es inevitable –y sano, creo—preguntarse por qué a algunos les salen bien las cosas y a otros les cuesta tanto trabajo.
La primera sensación grata que tuve en Santiago fue de limpieza. Todo está impecablemente limpio: el aeropuerto, el taxi, las calles, la ropa de la gente, los baños… Esta sensación se confirmó constantemente, en todas partes. Es muy agradable por el valor de la limpieza en sí, pero sobre todo por lo que representa en materia de educación, disciplina, respeto.
Una circunstancia que disfruté enormemente –por el dramático contraste con la ciudad de México—es la sensación de seguridad. Uno puede andar por la ciudad a distintas horas, incluso de noche, sin llevar a cuestas la paranoia que seguramente provocan casi todas las grandes ciudades del mundo. Y no es sólo que se minimice el temor a ser asaltado, o agredido (que sin duda puede llegar a pasar, según me advirtieron mis amigos allá), sino que hasta la actitud de defensa contra el agandalle (abuso), la mexicanísima desconfianza, se queda en sus niveles más bajos. Un dato importante es que en Chile la policía, los Carabineros, es confiable y puede recurrirse a ella en cualquier momento.
Una tercera característica que llamó mi atención es la cortesía en el trato de los chilenos, no sólo para con los visitantes sino también entre ellos. Me parecieron gente mesurada, elegante, respetuosa, bien educada. Incluso en los monumentales embotellamientos (atascos) de Santiago, la gente procura permanecer ecuánime y comportarse civilizadamente. Me quedo con la idea de que así es el servicio en Chile: correcto, oportuno, amable, pero sin zalamerías ni rollo innecesarios.
Por último, ¡qué agradable es la convivencia ordenada! Los santiaguinos respetan puntualmente las leyes y reglamentos que rigen la convivencia y al hacerlo multiplican la calidad de la vida de todos (¿llegaremos a entenderlo –ya no pido aplicarlo- alguna vez en México?). Además, son dueños de sus calles. No hay franeleros, ambulantes, valets, no hay coches estacionados en las aceras impidiendo el paso de los peatones, ni plantones, ni bolsas de basura tiradas en las avenidas, no hay vendedores en el metro.
Las comparaciones son odiosas (para el que queda en desventaja en la comparación, claro), pero es inevitable –y sano, creo—preguntarse por qué a algunos les salen bien las cosas y a otros les cuesta tanto trabajo.
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