Dar cauce a “lo que mi cuerpo no necesitaba” (tomando la frase de la publicidad de All Bran y de Bonafont) en materia de líquidos, desahogar la vejiga o, como expresamos de manera tan simbólica en México, “echar una firma”, en un baño público de Santiago me costó el equivalente a seis pesos mexicanos, según puede verse en el recibo que reproduzco.
Esa cantidad me dio derecho a ingresar a los servicios sanitarios ubicados en un subterráneo de una calle del centro, cerca del Palacio de la Moneda, al que entré no sin desconfianza y jalando aire para contar con una reserva de oxígeno en los pulmones en caso de necesidad. Por experiencia pensé que seguramente se trataría de una cámara de gases, sucia, destartalada, nauseabunda.
Pero ¡sorpresa! Encontré un baño como de hotel, limpio, moderno, bien ventilado, impecable. Nada como para quedarse a vivir en él, por supuesto, pero mucho mejor que los baños de gasolineras, casetas de carreteras, estadios, escuelas y hasta de algunos restaurantes no baratos de México. Otro signo de la capacidad de los chilenos para darse a sí mismos calidad de vida.
No tomé una foto, aunque llevaba conmigo mi Canon PowerShot, por prudencia, no fuera alguien a pensar que buscaba documentar algo más que la instalación (salta a la mente un viejo juego de palabras: "no es lo mismo te repito el trato que te retrato el...").
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Comento lo anterior porque –en doloroso contraste- me parece de llamar la atención la costumbre reciente de muchos habitantes de la ciudad de México de orinar en botellas de PET y tirarlas a la calle. Hace un par de días, mientras iba por la mañana a la oficina, en un recorrido de 12 kilómetros, debo haber visto no menos de diez de estas muestras. Me parece razonable pensar que debe de haber habido de 30 a 50% más.
Ciertamente, no me fijo en esto mi hablo de ello porque me cause placer. Todo lo contrario. Me da asco y me produce una honda preocupación respecto a la evolución de esta sociedad tan propensa a la autoaniquilación, a joderse la vida a la menor oportunidad. No sé que hay en la cabeza de quien orina en una botella y la entrega como legado a la sociedad. Pero creo saber lo que no hay: educación, respeto, civismo, consideración, dignidad.
Al arrojar la botella con ese contenido por la ventanilla, quien lo hace le está tirando una meada al mundo y a la sociedad, en un acto equivalente al de un zorrillo enloquecido, porque sólo bajo esa condición uno de estos animales rociaría a sus semejantes y ensuciaría su propio hábitat. ¿Cómo no tener presentimientos apocalípticos? ¿Cómo no sentir que vamos pa´tras?
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En una línea más cercana al tema de nuestro blog, y considerando que una proporción altísima de las botellas de PET que se desechan en esta urbe son de Coca-Cola, me pregunto qué efectos tendrá, en términos de branding, la asociación mental inconsciente, pero de reforzamiento constante para quien circule por la ciudad, entre la marca más valiosa del mundo y la “chis”.
Esa cantidad me dio derecho a ingresar a los servicios sanitarios ubicados en un subterráneo de una calle del centro, cerca del Palacio de la Moneda, al que entré no sin desconfianza y jalando aire para contar con una reserva de oxígeno en los pulmones en caso de necesidad. Por experiencia pensé que seguramente se trataría de una cámara de gases, sucia, destartalada, nauseabunda.
Pero ¡sorpresa! Encontré un baño como de hotel, limpio, moderno, bien ventilado, impecable. Nada como para quedarse a vivir en él, por supuesto, pero mucho mejor que los baños de gasolineras, casetas de carreteras, estadios, escuelas y hasta de algunos restaurantes no baratos de México. Otro signo de la capacidad de los chilenos para darse a sí mismos calidad de vida.
No tomé una foto, aunque llevaba conmigo mi Canon PowerShot, por prudencia, no fuera alguien a pensar que buscaba documentar algo más que la instalación (salta a la mente un viejo juego de palabras: "no es lo mismo te repito el trato que te retrato el...").
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Comento lo anterior porque –en doloroso contraste- me parece de llamar la atención la costumbre reciente de muchos habitantes de la ciudad de México de orinar en botellas de PET y tirarlas a la calle. Hace un par de días, mientras iba por la mañana a la oficina, en un recorrido de 12 kilómetros, debo haber visto no menos de diez de estas muestras. Me parece razonable pensar que debe de haber habido de 30 a 50% más.
Ciertamente, no me fijo en esto mi hablo de ello porque me cause placer. Todo lo contrario. Me da asco y me produce una honda preocupación respecto a la evolución de esta sociedad tan propensa a la autoaniquilación, a joderse la vida a la menor oportunidad. No sé que hay en la cabeza de quien orina en una botella y la entrega como legado a la sociedad. Pero creo saber lo que no hay: educación, respeto, civismo, consideración, dignidad.
Al arrojar la botella con ese contenido por la ventanilla, quien lo hace le está tirando una meada al mundo y a la sociedad, en un acto equivalente al de un zorrillo enloquecido, porque sólo bajo esa condición uno de estos animales rociaría a sus semejantes y ensuciaría su propio hábitat. ¿Cómo no tener presentimientos apocalípticos? ¿Cómo no sentir que vamos pa´tras?
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En una línea más cercana al tema de nuestro blog, y considerando que una proporción altísima de las botellas de PET que se desechan en esta urbe son de Coca-Cola, me pregunto qué efectos tendrá, en términos de branding, la asociación mental inconsciente, pero de reforzamiento constante para quien circule por la ciudad, entre la marca más valiosa del mundo y la “chis”.
Mmmm esto sólo mete a Coca-Cola aun más en la cultura mexicana.
ResponderBorrarLos orines en botellas de Coca son tan característicos de los mexicanos, como el Zapato Tenis en los cables de luz y la Lucha Libre.
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