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Este texto, de mi autoría, apareció hoy en el número de aniversario del boletín electrónico ¡Cultivar la Vida! y al mismo tiempo en el portal de Tras4Mind en español.
El campeonato mundial de futbol Sudáfrica 2010 dio inicio hace unos cuantos días. No hace falta explicar que se trata del evento cumbre del deporte con más aficionados en el planeta. Una ocasión importantísima para la humanidad, llena de belleza, alegría y oportunidades de aprendizaje, aunque con frecuencia ocurre que los medios de comunicación, en particular la televisión, se empeñan en buscarle facetas de frivolidad y hasta estupidez.
Entre los aprendizajes más relevantes que se pueden obtener del Mundial, sobre todo para los jóvenes, están los relacionados con el triunfo y la derrota, situaciones recurrentes en la vida de las personas, las familias y las sociedades.
Pocas oportunidades de reflexionar en torno al hecho de ganar —y su correlativo: perder— como la que nos brindan los eventos cumbre del deporte. La verdad, a pesar de todo lo que digan los defensores del innegable valor de competir, a fin de cuentas a lo que se va a las competencias es a ganar. Quien no lleva la ambición del triunfo en su "programa mental" no merece estar en el juego.
Cuando alguien gana en las justas deportivas, los espectadores solemos ver el momento de la victoria, y a veces la premiación, como veríamos una bacteria en un microscopio: aislada, única, desmesuradamente grande y detenida en el tiempo. Así percibimos al ganador, persona o equipo. Si algo nos liga afectivamente con él —por ejemplo el "orgullo patrio", la identificación regional o alguna afinidad personal—, podemos incluso emocionarnos y con ello sentir un gozo adicional. Casi siempre lo admiramos, a veces hasta lo envidiamos: debe ser un placer incomparable ocupar el escalón superior del podio, escuchar el himno nacional, recibir la medalla o el trofeo y ser foco de la atención y objeto de la ovación. Maravilloso. Antiguamente se daba a los ganadores olímpicos el rango de semidioses.
Lo que normalmente no vemos es el costo de ganar. Preferimos ignorar que detrás de cada equipo y deportista triunfador y laureado hay una historia de sacrificios, disciplina, esfuerzo, concentración y trabajo. Hay metas y objetivos claros, planeación y, por supuesto, resultados. Hay también trabajo de equipo (casi nadie gana solo), conflictos y negociación. Hay "sangre, sudor y lágrimas".
Igual que en cualquier otra actividad de la vida. Ni más ni menos. Nada es gratuito. El célebre Malcolm Gladwell, el su libro Outliers demuestra que la verdadera maestría en cualquier actividad de las que son admiradas por la sociedad —el arte, el deporte, el trabajo intelectual— se alcanza después de ¡10,000! horas de práctica. Sí, diez mil.
No podemos esperar el éxito, en el deporte o en cualquier otra actividad que implique competencia, del mismo modo que no podemos pensar en alcanzar planos superiores de desarrollo personal y social, sin haber pagado los costos de la maestría. Esta es una idea muy difícil de entender y aceptar en esta época de consumo y satisfacción inmediata, y más aún en culturas latinas, poco afectas a la previsión.
Harán mejor papel en el campeonato mundial los equipos que hayan hecho la mejor (que no necesariamente la mayor) inversión en su preparación. Uno de ellos se llevará la copa a su tierra. Los demás tendrán oportunidad de evaluar qué les faltó para lograrlo, de aprender y de ponerse a trabajar para hacer mejor las cosas en 2014.
Pocas alegrías como las que da el futbol a sus aficionados. Pero no olvidemos que el inmenso gozo del triunfo no es gratuito, no se debe a la suerte, ni obedece a nada que no pase por el trabajo duro y la dedicación. Siempre hay que pagar el costo. Esto es una ley inquebrantable en el deporte. Y en todos los ámbitos de la vida, de hecho.
Muchas felicidades a Eugenio Rincón, mi hermano del alma y editor de ¡Cultivar la Vida! por este añito de esfuerzo, concentración y paciencia, que tan buenos frutos está dando. ¡Un abrazo!
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