Hace unos días, viví un episodio de comunicación que me ha dejando pensando en torno al asunto de la atención que prestamos a los demás.
Los hechos
Estábamos a punto de comenzar una junta, temprano en la mañana, cuando surgió el tema de las facturas electrónicas (aunque podría haber sido cualquier otro). Comenté sobre mi preocupación por los recibos digitales que tendremos que entregar, pronto, las personas físicas a nuestros clientes y uno de mis compañeros le restó relevancia, apoyado en un par de razones asociadas a una prórroga. Yo intenté explicar por qué el tema me parecía efectivamente digno de atención, pero en tres o cuatro intentos de argumentar este colega me interrumpió para dar su opinión, hasta que me sacó de quicio.
Cuando hice evidente mi molestia ante la descortesía de no dejarme terminar de hablar, mi interlocutor dijo algo así como “amanecimos de mal humor esta mañana”, con lo cual trasladó el origen del malestar de su comportamiento (su persona) a mi estado emocional (mi persona), un truco viejo pero muy utilizado y a veces efectivo. De este modo, cualquier inconformidad subsecuente, incluso si yo hubiera evidenciado el uso de este truco, habría confirmado la idea de que “amanecimos de mal humor esta mañana”.
Al ver que no íbamos a llegar a ninguna parte, y que yo estaba quedando como el villano -gruñón- de la historia, decidí callarme y llevar mi mente a otros ámbitos más agradables.
Las ideas
En este caso veo dos aspectos de la comunicación interpersonal dignos de comentarse:
- el asociado a la creciente incapacidad y/o falta de disposición a escuchar a los demás, apreciable en todas partes y no solo en mis juntas, y
- el relacionado con la transferencia a los demás de la responsabilidad por el fracaso de la comunicación.
Dejar de escuchar a los demás, no prestarles atención, es el gran problema de la comunicación entre las personas en estos tiempos. En lo absoluto es infundada esa sensación que a veces nos asalta de que “nadie escucha a nadie”. Hoy día todo mundo quiere decir algo (Facebook es una prueba, y Twiter más aun) pero nadie parece realmente abierto a escuchar. Lo que alguna vez fue diálogo se volvió intercambio de monólogos ad nauseam.
En este sentido, la “comunicación” que se da en los antros es paradigmática: el nivel de ruido impide conversar, pero ¿a quién le importa realmente? Para que te interese prestar atención a lo que alguien dice debes tener aunque sea un mínimo de interés en lo que esa persona es o representa. Hoy día los hombres y mujeres tienden a estar preocupados más bien por sí mismos, y concretamente por lo que ellos mismos representan, por lo que “proyectan” a los demás.
Es paradójico que la gran queja de muchos hijos acerca de sus padres, de individuos respecto a sus parejas, de colaboradores en referencia a sus jefes, es “no me escucha”, pero si le preguntamos a sus contrapartes la queja es exactamente la misma. La incapacidad de prestar atención al otro no suele ser patrimonio de una de las partes nada más. Y darse cuenta de que no se es escuchado sólo en pocos casos resulta un estímulo para no caer en el mismo error.
La incapacidad de escuchar es particularmente dramática cuando ocurre entre padres o madres e hijos pequeños insuficientemente atendidos. Creo que este no es el caso de mi colega.
El panorama a futuro es poco promisorio, porque escuchar no es tanto una cuestión de técnica o método, que pueda aprenderse en un curso y ya está, como de actitudes y hábitos. Tampoco es algo que se pueda comprar. Esas actitudes y hábitos se aprenden o no en el seno de la familia y aunque siempre pueden cultivarse en otros momentos y en otros lugares, es algo que toma tiempo.
El segundo aspecto que me pareció digno de consideración remite a una tendencia pueril, pero también muy difundida hoy día, de “echarle la culpa” a los demás, de no aceptar responsabilidad cuando las cosas no marchan de la manera en que debieran. Si no me entiendes, no estás de acuerdo conmigo, no me crees o no aceptas mis formas de hacer o decir, es TU problema. Yo estoy bien, tú estás mal. El riesgo de fondo en esta situación es que la otra parte se lo crea y acabe aceptando una responsabilidad que no le corresponde.
Quizá, el origen de esta forma de actuar se encuentre en una infancia en la que la única retroalimentación recibida era “bieeeeen, campeón (o princesita), bieeeennn”, con insuficiente información acerca de las limitaciones personales y de los errores cometidos. Especulo, desde luego (no soy psicólogo ni educador), pero es lógico pensar que quien creció con la certeza de hacerlo todo bien, cuando algo no le funciona entiende que la culpa no puede ser suya, y por tanto debe ser de alguien más.
En fin. De lo que estoy plenamente convencido es que ambos aspectos –no escuchar y transferir la responsabilidad de los fallos-, que suelen ir de la mano, apuntan al olvido de un valor central: el respeto.
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